miércoles, 24 de noviembre de 2010

Cuando las obras viven por sí solas

Es curioso, cuando preparas una obra, especialmente si la has escrito, cómo crees que el texto te pertenece y cómo, a medida que avanza el progreso, cómo sientes que el texto ya nunca te pertenece porque los actores lo han reescrito, lo han hecho suyo de tal manera, que uno, el autor, queda como expulsado del proceso creativo. Es lo que pasa con Clases y Clases y Sostenes; hay un punto que, me parece a mí, la dirección ya no puede intervenir más, a menos que haya que puntualizar un detalle técnico sin importancia para el sentido de la obra. Hay un punto, en efecto, en que las obras comienzan a vivir por sí solas, crecen y pertenecen definitivamente a los actores, es más, ni siquiera les pertenece a ellos, sino al momento de la representación en que la obra se revitaliza, se hace viva nuevamente, mostrando algún detalle que se revela como significativo u omitiendo algo que resulta insignificante. De ahí la grandeza del teatro, cada representación debe ser nueva, única, pues, de otra manera, la obra se moriría de rigidez, de previsión. Asimismo, si la obra vive por sí sola es que la obra tiene sentido, de otra manera, moriría inmediatamente y quedaría en el recuerdo como una postal queda de un país, algo que fue bonito por fuera, pero que no vivimos por dentro, como un todo orgánico, que, verdaderamente y de alguna manera nos transformó, o, al menos, nos hizo felices. Si una obra vive y crece por sí sola, es que el trabajo ha tenido sentido, ha sido valioso, nos ha mejorado y hemos, en cierta medida, transformado la realidad o, si nos parece muy megalómano, habremos hecho la realidad, el mundo, más habitable, más bello.

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